El repostero de Berlín
(The Cakemaker, Israel / Alemania, 2017, DCP, 113’, AM16)
Dirección: Ofir Raul Graizer. Con Tim Kalkhof, Sarah Adler.
En Berlín, Oren, un ingeniero constructor israelí, se enamora del talentoso pastelero Thomas. El romance ni siquiera parece haber empezado cuando Thomas descubre que Oren ha muerto en un accidente de coche en Jerusalén. Thomas viaja allí sin saber exactamente qué buscar. Descubre que la mujer de Oren, Anat, es propietaria de un café. Ella le ofrece a Oren un empleo de lo más básico: limpiar y fregar vajilla.
2017: Festival de Karlovy Vary: East of the West – Premio Especial del Jurado.
Mejor Director y Mejor Película Israelí – Berlín Jewish Film Festival 2018.
Premio Especial del Jurado – Festival du Cinéma Israelién de Montreal 2018.
Selección Oficial – San Sebastián International Film Festival 2017.
El asunto del doble es uno de los más explotados desde siempre por las artes narrativas. Los ejemplos van de la mitología antigua hasta, por supuesto, el cine. Dentro de este tema existe una subcategoría en la que un personaje, a partir de los motivos más diversos, intenta o termina ocupando el lugar de otro. Es sobre ese terreno que el director israelí Ofir Raul Graizer construye el relato de su ópera prima, El repostero de Berlín. A partir de los tiempos y los recursos con los que suele identificarse al llamado cine independiente, más preocupado por generar una sensación de realismo y explotar los paisajes emocionales más que la acción en el sentido clásico, el film cuenta una historia de dolores paralelos que al cruzarse tal vez consigan alcanzar algo parecido a la redención de culpas autoimpuestas.
El repostero de Berlín guarda algunas similitudes argumentales con Frantz, el film de 2016 del francés François Ozon. En aquella un joven parisino se presentaba ante una familia alemana como amigo de su hijo, un soldado muerto durante la Primera Guerra Mundial. De a poco y no sin culpa, el chico va tomando el lugar del otro, hasta revelar una verdad que aun estando oculta el relato permitía entrever. Así como en la película de Ozon la rivalidad franco-germana hacía más complejo y profundo aquel juego de ocultamientos y emociones en carne viva, acá es la clásica oposición entre lo alemán y lo hebreo lo que vuelve más áspero y al mismo tiempo más conmovedor el contacto entre Thomas y la familia del muerto. Otro lugar común que Graizer maneja con solvencia. Y si el director francés conseguía construir un sólido melodrama a partir de una atmósfera de tragedia romántica clásica, el israelí se sirve de la distancia emocional de la vida en el siglo XXI para darle forma a este drama íntimo y seco. Desde ese lugar tal vez les brinde a sus heridos protagonistas, siempre con mesura, una generosa segunda oportunidad.
Horacio Bernades – Diario Página12
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