Aleluya, soy un pordiosero

Etiqueta Negra

Aleluya, soy un pordiosero

Hallelujah, I’m a Bum!, EE.UU, 1933, Digital, 82’, ATP)
Dirección: Lewis Milestone. Con Al Jolson, Madge Evans.

El jefe de un grupo de vagabundos del Central Park mejora su aspecto, del que no reniega, por el amor que siente por una joven que ha perdido la memoria. Cuando ella la recupera, él se convierte, de nuevo, en vagabundo.

Todos conocen a Al Jolson. Quedó inmortalizado como la voz del primer talkie. En efecto, su nombre ha quedado adosado a El cantor de jazz (1927). Unos años después, Jolson tuvo otro protagónico en un musical insólito llamado Aleluya, soy un pordiosero (1933), de Lewis Milestone, una de las películas más increíbles de la década de 1930 en Hollywood, capaz de poner en el centro del relato los efectos de la crisis económica mundial de ese tiempo en clave humorística y en una peculiar lectura del fenómeno social nítidamente ligado a una perspectivas de izquierdas, acaso más bien anarquista. ¿Quién recuerda un personaje trotskista en un musical? El relato se circunscribe a un grupo de vagabundos que viven en el Central Park debido a la crisis económica. Bump, el personaje de Jolson, es una especie de aristócrata de la indigencia que en algún momento se enamorará profundamente de la mujer del alcalde, después de que ésta falla en un intento de suicidio y pierde la memoria. Así descripto puede inducir a pensar que se trata de una tragedia musicalizada, pero el film es antes que nada una forma de resistencia lúdica sobre los efectos sombríos de la experiencia real de aquel entonces. Los números musicales son geniales, y los personajes secundarios inolvidables, como el trotskista interpretado por el gran Harry Landon y el sirviente afroamericano que encarna Edgar Connor, el amigo inseparable de Bump. La elegancia formal del film es permanente, pero alcanza su mayor esplendor cuando en un travelling lateral de derecha a izquierda va develando las distintas clases sociales que acuden por intereses inconmensurables a un banco (Roger Koza, Con los ojos abiertos).

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