Ciclo con entrada libre y gratuita
Invita: Instituto Italiano de Cultura de Córdoba
“Se muere Mastroianni con el páncreas convertido en una calabaza y lo primero que hacés para escribir es llenar el escritorio con fotos y recortes del archivo, sin imaginar que el pasado te va a inmovilizar en el centro de un ring que limita con el cine, el olvido, la memoria y la vida.
Tenés una foto de Marcello sacada el día de su primera comunión posando como un soldado de Dios al lado de la mamma y también lo tenés en el condado de Visconti jugando con un doberman. Pero la foto de Mastroianni que te inmoviliza es una tomada en 1947 y en la que podés verlo apoyando significativamente el pie derecho en el umbral del Olimpo de Cinecittà.
Marcello comenzó a hacer cine en una época en la que en Italia ya no se robaban bicicletas y la moda era cruzar el pueblo a toda mecha, subido en una Vespa. Era menos vigoroso que Ralf Vallone, menos inquietante que Vittorio Gassman y menos perezoso que Renato Salvatori, pero era capaz de hacer exactamente lo que todos esperaban: desde colocarle a Marisa Allasio una pierna entre las piernas hasta bañarse en la fontana de Trevi a lomos de una sueca. Para copiar el estilo de Marcello, en los 60 te bastaba con entornar los ojos como un hombre de 10 años, usar un gabán azul oscuro y esperar la sentencia de la vida encerrado en el baño de la luna.
Desde hace muchos años, Mastroianni viajaba por el mundo como un samurái que fumaba a cuatro manos, implicado en películas donde no le daban tiempo a enseñar el corazón. Lo viste por última vez en una coproducción de nombre inesperado, Sostiene Pereira, cuyo final te colocó al borde de la gloria. Un Mastroianni gordo y cianótico atraviesa como un ángel las calles de Lisboa con el paso leve de quien divisa la libertad. En el portafolio lleva el retrato de su esposa muerta y un compacto con las obras completas de Ennio Morricone.
Marcello, ¡Qué historias estarán contando los gringos ahora mismo por los alrededores de Cinecittà!”
Daniel Salzano
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